El viernes 14 de febrero, con la modalidad de conversatorio, el público en general fue convocado al teatro 3 de Febrero desde la Municipalidad de Paraná para tener un encuentro con la actriz de Relatos salvajes y La odisea de los giles.
A las 18 en punto hizo su aparición en el hall del teatro Rita Cortese, con un paso lento pero firme propio de quien ha caminado por las desventuras de la vida. La recibimos con un aplauso cerrado. Agradeció la calurosa bienvenida y se perdió detrás de la puerta de ingreso. La vimos alejarse esperando ansiosos que dieran sala. Sobran los motivos para encontrarse a conversar con artistas cuyos trabajos nos vienen emocionando desde hace décadas.
Aunque el conversatorio es una modalidad cada vez menos extraña en los ámbitos académicos, que busca superar las estructuras rígidas de las exposiciones, no es tan corriente como modalidad de encuentro con los artistas. Quienes estábamos allí, sin duda queríamos escuchar a Rita, cuya trayectoria no se detiene en el cine y en la pantalla chica. Ha participado de innumerables puestas en escena como actriz y como directora y, hacia el 2008, como si los caminos artísticos no supieran de límites, presentó su primer disco como cantante de tango; El amor, ese loco berretín, con el cual obtuvo el premio Carlos Gardel. Los motivos para conversar con ella eran múltiples, desde conocer su mirada como artista hasta escuchar el devenir de una historia de vida asociada a la lucha por la democracia y por las causas populares. Y también, por qué no, había quienes querían saber detalles de un mundo lleno de luces y sombras que nos seduce a diario con su espectacularidad.
Sin embargo, cuando las puertas se abrieron e ingresamos al pasillo de planta baja, los acomodadores nos impidieron ocupar la platea. Esa tarde no seríamos solamente público. Nos condujeron al escenario, el lugar de las estrellas, donde actores y actrices entregan su alma, donde exhiben sus artes para que el espectador -según palabras de Rita Cortese- “se deje atravesar, conmover, interpelar por lo que el artista está realizando”. A ese territorio sagrado del artista fuimos invitados a conversar.
Las primeras miradas de asombro se completaron cuando advertimos que, dispuestas como un abanico, desde el fondo y de frente al proscenio, más de cincuenta sillas nos aguardaban para que las ocupásemos.
Dos mesas rectangulares, cubiertas por manteles negros, ubicadas en el filo del proscenio, se dejaban encandilar por una iluminación viva a la espera de los actores. No estaba claro por qué estábamos allí, qué sucedería pero la famosa cuarta pared de la que tanto se habla en el teatro se cerraba en la boca del escenario otorgándole al espacio escénico una intimidad intensa. Estábamos allí el público, la pequeña escenografía y la historia viva de un escenario atravesada por afiches de antiguos espectáculos, y travesaños desde donde cuelgan sogas, telones, y luces. Cuando Rita Cortese ingresó al escenario fue acompañada de los organizadores, entre quienes se encontraban la actriz y profesora de teatro Charo Montiel, quien explicó el modo en que la jornada habría de desarrollarse.
No se trataba tan solo de un conversatorio. Aprovechando la experiencia de Rita, se convocó a estudiantes de primer año de la carrera de teatro perteneciente a la UADER para que ensayaran dos escenas bajo la mirada atenta de la directora. Sin alocuciones grandilocuentes, Rita explicó el trabajo que realizaría en momentos con los jóvenes estudiantes. Habló de la soledad del artista en el escenario, de la exposición a la que se someten quienes deciden ponerle el cuerpo al teatro y de la desnudez de exhibirse ante la mirada escrutadora del público. Nombres como los de Peter Brook, Meyerhold y Constantin Stanislavski, alumbraron las frases que fue desgreñando sobre el trabajo del actor y los desafíos de expresar algo más que un texto. Los desafíos de habitar la palabra.
El tiempo que duró el ensayo estuvo inundado por el silencio; solo los actores y las actrices exponiéndose en cada escena, y la voz sabia y amorosa de la directora provocando las actuaciones: “No te muevas, no digas nada. Vos vení, mirala de cerca, en silencio, apoyale la cara en el hombro, en silencio. Cuando hables, no te olvides que el dolor te atraviesa, te estás por separar”. Las indicaciones iban al detalle, buscando, indagando con el actor cómo y cuándo hablar. El texto es un pretexto. No es un fin, es algo que el actor dice cuando puede sentir la profundidad de lo que está por decir.
Los espectadores pudimos ver a una mujer de setenta años apasionada por su trabajo, yendo, viniendo, provocando y hasta poniéndole el cuerpo para que el actor se viera obligado a empujar para pasar. No los estaba dirigiendo, estaba dando una clase de teatro en el sentido antropológico del término. Los artistas se construyen en los procesos de indagación. “No hay un modo de alcanzar un personaje, hay muchos recursos por explorar. Muchos caminos”, dijo en sus intervenciones, mientras los presentes podíamos advertir que además de los caminos, de las causas y los para qué, están los sentimientos, el cuerpo, la energía y la incomodidad del desequilibrio. “No descanses, no te relajes. Ponete de costado y agarrate fuerte del sillón. Tu mano debe estar todo el tiempo apretando el sillón y desde ahí intenta levantarse, pero no puede porque está borracha”.
El teatro es el arte de la repetición, decía y les pedía a los actores que volvieran a empezar incorporando los cambios. Los presentes asistimos al taller donde se fraguan los personajes, al trabajo de volver sobre los pasos, una y otra vez, buscando determinado modo de mirar, de decir, de abrazar. Y pudimos ver cómo nuestras y nuestros jóvenes estudiantes escuchaban y se apropiaban de cada sugerencia para llenar de vida a sus personajes. Para que las contradicciones de la vida llenaran sus personajes.
“El teatro nos enseña que es un arte colectivo. Como en la vida, nadie se salva solo, siempre nos salvamos con otros”, dijo Charo Montiel en una devolución hacia el final, a lo que Rita agregó: “El actor tiene una ideología. Esa ideología determina un modo de vivir, de sentir la vida. Esa ideología es necesaria para la composición del personaje”. Lo dijeron y quienes escuchamos, tuvimos la certeza de que aquellas palabras no hablaban solo de teatro.
Cuando se habilitó el espacio de las intervenciones, el micrófono pasó de mano en mano entre el público, preguntando, buscando respuestas incluso sobre hechos de la vida que exceden el teatro. La palabra rodó y puso en marcha el conversatorio que pretendía ceñirse al teatro pero que lo desbordaba con la vida. El teatro es eso, un modo de representar la vida. Y Rita Cortese puso en valor la importancia de vivirla. No lo dijo, no lo expuso, su trabajo sobre el escenario, la pasión de poner el cuerpo para que unos jóvenes actores en formación recibieran esa donación, ese conocimiento entregado como una ofrenda, nos devuelve al círculo de la vida. Ese círculo donde los mayores entregan todo cuanto saben a las jóvenes generaciones, sin mezquindades, sin pedir nada cambio, solo por el hecho de la preservación. La vida está en la preservación. Rita lo sabe, por eso nos dijo “la palabra hay que habitarla, hay que vivirla”. Lo dijo para que los actores entendieran la importancia de sentir la palabra. Pero todos los que estábamos allí, por esas licencias del arte que nos permite explotar las metáforas, entendimos que no solo hablaba de la palabra.
Publicado por Río Bravo el 15 de febrero de 2020.