El Diego que nos crió
¿Viste cuando pasan esas cosas (pocas veces en la vida) que no te permiten pensar en nada más? Como cuando ascendimos al Nacional B, nosotros, un club de barrio por el que nadie daba un peso sólo un par de años antes. ¡Mirá si el Gato iba a llegar al Nacional B! Los de Patronato se nos cagaban de risa. No viene al caso entrar en detalles pero el asunto es que llegamos. Imaginate al otro día, lunes, laborable. ¿Cómo hacías para concentrarte en otra cosa? ¿Qué más podías hacer que mirar una y otra y otra vez cada jugada tratando de eternizar esos momentos? ¿Qué otra cosa? Era imposible.
Bueno, desde que escuché que había muerto el Diego me pasó algo similar. A ninguna de las dos cosas las esperaba, pero ambas, con cinco años de diferencia, se apoderaron completamente de mis pensamientos y mis acciones. Esta vez, en lugar de aquél sentimiento asociado con la alegría lo que me invadió fue una inmensa y extraña angustia. ¡Y digo extraña porque nunca fui un adorador fanático de Maradona aunque admirara su magia con la zurda! Pero empecé a sentir que me estaba despidiendo de algo importante, de una época que me marcó, tal vez. No sé por qué –todavía lo estoy tratando de entender y atar cabos– pero de algún modo empecé a sentir que me estaba despidiendo de mi propia infancia, esa que a veces, con casi 40 años, me resisto a soltar.
Sin expectativas de develar rápidamente los laberintos de mi mente, me puse a pensar sobre qué podía escribir para publicar hoy y llegué a la rápida conclusión de que a cualquier otra cosa que no tuviera que ver con Maradona no la iban a leer ni mis amigos. ¡Y no me venga nadie hoy con que mientras todos estamos lamentándonos por Maradona los políticos van a aprovechar para cagar una vez más a los laburantes! No hay que ser hipócritas. Si he visto a muchos de los que dicen eso quejarse por un impuesto sobre montañas de guita que un trabajador no llegaría a juntar en 50 vidas. Si también los he visto morderse los labios de bronca y mirar con desdén cuando ven a un pobre con zapatillas de marca o permitirse un "lujo" que quisieran reservado sólo para ellos. Mejor no mezclemos las cosas y dejemos al pueblo llorar en paz al ídolo que le dio algunas alegrías entre tanto padecimiento. Y que, encima, cuando tuvo que elegir enfrentarse a tipos poderosos o ponerse del lado de los más humildes, en general eligió bien, aunque a algunos no les guste ¿Cómo no lo van a llorar? ¿Cómo no lo vamos a extrañar? ¿Que tuvo montones de contradicciones? ¡Ja, novedad! Como cualquier ser humano, pero por no poder gozar de una vida privada como cualquiera de nosotros llegamos a exigirle que fuera el ejemplo que no somos. Para colmo, salió de abajo y llegó a la cima y así se convirtió en espejo para millones de pibes que vieron en la pelota no sólo una diversión sino la esperanza de un futuro mejor.
¿De qué más podía escribir hoy? Después de saldar estas cuentas, seguramente vuelva a la rutina pero primero lo primero. Ayer, muchos, sobre todo los que transitamos nuestra infancia en los '80 sentimos que quedó atrás para siempre una parte importante de nuestras vidas, o por lo menos así lo sentí yo.
Se me vienen de repente pantallazos de algunos de los momentos más felices de mi niñez, de seres queridos que ya no están, la abuela Mercedes o el tío Cacho, todo contemporáneo y a veces ligado por alguna que otra vivencia a las epopeyas y la mística de las selecciones del narigón Bilardo. No voy a mentir: en el '86 todavía no había cumplido cinco años, me acuerdo poco, ya se había ido el Cholo, mi abuelo, y no me sale acudir a explicaciones místicas de por qué me acuerdo de él en este momento. Tal vez sea por lo que pasó cuatro años después, en Italia '90, en la casa que hasta su inesperada partida compartió con su compañera de toda la vida, "la Merce", de quien cada tanto me acuerdo con una sonrisa. Allá fuimos con mis viejos y mis hermanos ese 3 de julio para ver como –con un Maradona con el tobillo inflado– el Cani la peinaba para llegar a los penales y sacar a los italianos de su propio mundial, cuando la fiesta ya estaba preparada de antemano. Fue el último mundial –para mí el único– que compartimos en familia. Después todo eso quedó atrás, cosas de la vida misma, ni bueno ni malo, pero entre todos esos momentos de alegría y diversión de la infancia y la preadolescencia se mezclan algunas gambetas increíbles y algún gesto irreverente de aquél muchacho nacido en un barrio humilde de Lanús y criado en Villa Fiorito que conquistó el mundo y sin quererlo fue parte de mi propia felicidad, como la de millones de argentinos, como un testigo y protagonista que estuvo ahí mientras dábamos nuestros primeros pasos e intentábamos comprender de qué se trataba la vida.
Publicado en Río Bravo el 27 de noviembre de 2020