“Muerte al macho” se leyó y se escuchó en alguna que otra marcha, y fue tal la indignación que hubieron quienes gritaron “no me representa”, “no quiero matar a mis hijos varones”, “no quiero matar a mi hombre”, y en el sacudón discursivo poco a poco empieza en esta Argentina de machos a desenvolverse aquello que se ha construido como un modelo de machos donde para ser machos hay que demostrarlo ¿Cómo?
Construcciones sociales: por definición la cultura es todo aquello que “es” inherente a la acción humana. Esto, dicho así con la simpleza de lo obvio, no deja afuera las conductas; es decir, las demostraciones de lo que se es y que requieren de una correspondencia de representación, desde la premisa uno es lo que demuestra, las definiciones que se asignan a los actores sociales, los roles, tanto así que hay modos de ser varón que se aprenden, modos de ser mujer que se aprenden. Esto, dicho desde la clara limitación de los sentidos de lo binario, en las marcas culturales, las conductas que evidencian los “aceptables” modos de expresar masculinidad tienen que ver con sintonías de poder, que dejan afuera las expresiones de lo diverso que no se ajusten a estos modos validados como propios del ser varón - mujer según el sexo biológico, según lo que podríamos definir como masculinidades hegemónicas, que deben ser aprendidas y representadas en aquellas expresiones de improntas culturales impuestas por sectores que de alguna forma pretenden legitimar hacia el todo las características moldeadas del actuar.
A través del tiempo ¿Siempre fue así?
En las diferentes civilizaciones que a lo largo del tiempo la humanidad ha plasmado, no siempre ha sido hegemónico el rol de liderazgo del varón. Hubieron civilizaciones matriarcales; es decir donde las funciones propias de la administración de los bienes y los recursos, la distribución de la tierra, inclusive la representación de las deidades eran ejercidas por mujeres. De ahí la nominación de matriarcal, derivado de matriz. Ejemplo de ello fueron las faraonas del antiguo Egipto, civilización hidráulica que nos deja en los registros precristianos mujeres que ostentaban el poder político y a su vez la figura teocrática: sacerdotisas.
Este término matriarcal no genera tantas reacciones incómodas en el lenguaje, tanto así que pareciere un arcaísmo, como cuando se pone en tensión el concepto de “patriarcado” que se hace visible a través de planteos culturales que intentan dar cuenta de cargas simbólicas que moldean identidades desde una cosmovisión e idea de hombre y de mundo falocéntricas, carga simbólica que si bien no es lineal, en los procesos civilizatorios se afianza en la construcción de los Estados Nación modernos con raigambre en la Edad Media, las representaciones religiosas en un Dios masculino, los relatos teológicos que ponen a la mujer en el lugar virginal, asexuado, maternante, de servilidad al varón y, por ende, de sujeción económica y de organización terrenal en donde los espacios públicos –es decir las decisiones políticas sobre los intereses colectivos– irán quedando reservados para la masculinidad, mientras que lo doméstico, lo privado, para la mujer, por su “natural” condición para ser madre, para el hogar, esto en el orden social con su correspondiente carga simbólica transmuta en que el varón dé paso al padre, al Patriarca, al jefe, con naturalización de ser agente de gobierno: el “Pater”, el caudillo, la capitia, cabeza, el capo, el que decide, el que “piensa” y, por lo tanto, el padre natural, que da sentido al reemplazo civilizatorio de la matria por la “patria”, figura ésta que se institucionaliza en el Estado, siendo la Patria la que fija los sentidos identitarios de pertenencia: a la Patria se la ama, se le pertenece, se jura defenderla, a la significación de Patria - Padre, que se traduce en el poder del padre, varón desde luego, en la figura de patria potestad, sobre los hijos, sobre los bienes, sobre las decisiones políticas, se yergue en el Estado y se institucionaliza cotidianamente en la figura masculinizante de los hitos de referencias que a título de ejemplo bien valen señalar: “el Padre de la Patria”, “el ejército Revolucionario de la Patria”, “el Libertador de la Patria”, y en este recorte histórico cabe señalar que cuando se hace visible a la mujer, por su condición genérica, se lo hace en los relatos históricos que se constituyen como hegemónicos, que se transmiten a través del sistema educativo a las nuevas generaciones y son estas las “Mujeres Patricias”, “las damas mendocinas”, narradas como mujeres caritativas, tan buenas que donan sus joyas y realizan una bandera bordada en oro y donada al Ejército libertador, ésta simbiosis simbólica -Padre Patria Patricias- genera los sentidos de pertenencia de clase, familias patricias, que asumen una “natural” condición de poder, de Patria potestad, los que por ende controlarán la economía, los recursos, y que en el plano más íntimo de la vida legitiman las demostraciones necesarias de masculinidad y femineidad.
No obstante, en este recorte histórico cabe señalar y preguntarse, aparte de los “padres de la patria” de las “damas patricias”, blancas, adineradas y “solidarias” quedan invisibilizadas las mujeres indias, las mulatas, las negras, las mujeres empobrecidas ¿Quiénes acompañaron al ejército libertador del padre de la patria? ¿Quiénes atendieron su necesidades sexuales, quiénes alimentaron a los hombres, quienes curaron sus heridas? Las mujeres pobres invisibilizadas en la historia y los relatos patrióticos, aún en el nacimiento de la patria, con una dimensión política de lo simbólico y lo biológico, la patria nace, fue parida por los patricios, mientras se romantiza al pueblo de la época en “negros faroleros, negras vendedoras de empanadas, negrita mazamorrera, gaucho y pobres vendedores de pasteles, velas”, y de no mucho más, ya que la parición de la Patria venía con grito de libertad, la libertad de mercado que rompe el monopolio, la libertad que paren los patricios y que quien la pueda pagar la ejerce. “Todos somos iguales ante la ley” no es sino una idealización jurídica que poco y nada tiene que ver con la libertad comparada según las condiciones materiales de existencia, donde el pobre por sus características es el “negro de mierda”. Es frecuente escuchar impunemente “estos negros de mierda, estas negras, yo no discrimino porque soy negra, pero esos son negros de alma”. Se llama clasismo, se llama falsa conciencia, se llama construcción cultural del odio.
Históricamente este rol patricio con forma jurídica deja lo matricial fuera del poder político, el ingreso a la universidad y la decisión sobre sus bienes. Recién puede votar en 1949 y el poder de la famosa Patria potestad, el poder sobre los hijos, recién fue posible compartirla en 1985 (gobierno de Alfonsín); antes los hijos eran propiedad del padre, varón, y en esta lógica de la mujer en el hogar y el padre como macho proveedor, dejaba a la mujer sin posibilidad de independencia económica ante situaciones diversas inclusive las de violencias ¿qué haría una mujer que sale de esa estructura, cuando no podría decidir sobre sus hijos, sobre los bienes y su vida?
Este proceso cultural de construir simbólicamente el orden de la patria, del páter, del padre, del patriarcado, con figuras de masculinidad del macho, el que se impone, el fuerte, donde macho se hace y los hombres no lloran, el falocentrismo hecho Estado, de estar y de ser, donde se es en tanto se expresen características del ideal de macho, lo que se traduce en dejar fuera la homosexualidad, el lesbianismo, las identidades diversas y reduce a la mujer a dimensiones de pasividad, la de esposa - madre, y la de puta la que vende su genitalidad “porque le gusta”, porque quiere, porque para eso está, es la puta que se ubica en el bajo, en las afueras, en las esquinas lejos del hogar y de la familia, es tan terrible que sus hijos son hijos de puta, no tienen nombre, la puta tampoco, se invisibilizan el seno familiar de los patricios, con una narrativa donde las putas son eso: putas. No son personas, no se legitiman fuera del ser putas, y lo mismo ocurre con la diversidad sexual, con la diversidad cultural, con el puto. El puto será pensado en la enfermedad, en la anormalidad (“no es humano, es puto”, “no es persona es puto”), la homosexualidad pensada como enfermedad por los buenos que pretenderán curar al enfermo y volverlo normal, o desde dimensiones religiosas como el pecador sodomita al que hay que matar por desviado de los preceptos de la patria, esto históricamente transmitido a las nuevas generaciones como naturales funciones que se enuncian como eternas en y desde el sistema educativo conforma las identidades de las masculinidades validadas como correctas, de las femineidades consideradas normales, por caso: la maestra es la segunda mamá, la docencia la vocación, y la maternidad una obligación patriótica.
Esto lleva a manifestaciones de posesión del otro, ese otro que por asimetría de poder no puede negarse, la puta está para eso, por lo tanto no puede decir no, la mujer está para atender al varón y por lo tanto no puede decir no, son negros de mierda por lo tanto hay que matarlos a todos, todo sostenido por hegemonías mediáticas que sitúan a la mujer en el lugar del objeto, de deseo y de mercantilización de los cuerpos.
Hoy nos indignan, a algunos, situaciones en donde la muerte es ejercida como una naturalidad “inexplicable”. Un grupo de machos mata a un varón, se lo mata por no ser lo suficientemente macho, no tan macho por más débil, no tan macho por pobre, no tan macho por puto, no tan macho por raro, no tan macho por negro de mierda, no tan macho que eso legitima la acción de la muerte por parte de los que ostentan el poder patricio. En éste sentido no son casuales los índices de femicidios, entendido por crimen de odio por el sólo hecho de ser mujer, los travesticidios, que cuando se menciona una situación de violencia en personas trans o travesti, no pasa de “encontraron muerto a un travesti”, anulando la idea de persona humana, donde implícitamente se asume que ser trans no es ser persona. La legitimación cultural de la violencia y los sentidos de propiedad (“le pegué porque miró a otro”, “la maté porque era mía”, los violadores en manada, los asesinos en patota) muestran esto de "ser macho", claro ejemplo donde la virilidad social se hace violencia en frágiles masculinidades, tan frágiles que cabe preguntarse: ¿Qué miedos ocultan estas reacciones? ¿Qué vacíos existenciales se llenan con la muerte del otro? ¿Qué dolor, qué bronca de clase se proyecta en tanto odio? ¿Qué idea de mundo y de hombre se construye en las masculinidades que ante el imperativo de mostrarse más MACHO, insultar por puto, matar por puto, violar por mujer, asesinar por perversión? Haciendo en eso culto y bandera de la homofobia, la misoginia y los mandatos sociales del ser macho ¿Nacieron así? ¡No, así los educó una sociedad clasista, machista y patriarcal! Donde se instituyen masculinidades violentas y un sexo débil que, por su “condición” no puede decir no, no debe decir no.
Estos estereotipos de género, asumidos socialmente como naturales en la lógica asimetría de poder, económico, simbólico, de capital cultural, están dejando una historia escrita con sangre, la sangre de las víctimas invisibilizadas en la historia hegemónica, la sangre de los travesticidios, la sangre de la trata de personas, la sangre de la explotación sexual, la sangre de los jóvenes más vulnerables, la sangre de quienes son pueden pagar la libertad, no es lo mismo ser puto en el barrio y en la villa que serlo en los espacios de los medios de comunicación como un adorno que legitime el orden establecido como “normal” natural. Ni tan natural la violencia, ni tan natural el odio de clase, ni tan natural el ser macho, reverberan las indignaciones según el rating y la moda de indignación del día, hasta que otro femicidios, hasta que otra violación, hasta que otro joven asesinado, afiance con sangre esta historia ¿Hasta cuándo? Hasta que de una vez por todas comencemos por construir un sistema educativo más humano, donde se sienta el dolor que siente el otro, donde nos conmueva la angustia de la violencia y eduquemos para respetar la diversidad que nos hace humano, allí está como un intento que no pasa de ahí la Educación Sexual Integral y el desafío de deconstruir estereotipos de género, para construir masculinidades no violentas, femineidades no sumisas y educar para lo diverso. Insisto ante tanto “macho” suelto recuperemos el valor de la diversidad y la palabra, para recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido desde una Educación para la no violencia.
(*) Reg. Docente Nro. 44666 F°157 C.G.E