Gracias a que en el teclado la “R” está pegada a la “T”, por esas casualidades de la vida pude llegar a esta historia que roza lo bizarro y lo gracioso, excepto por el mal momento que tuvo que pasar, ese 22 de julio, Raúl Mancini, el empleado de la distribuidora, cagado en las patas mientras Ramón Sebastián Britez –aquél marcador de punta surgido en Huracán, con paso por Patronato y devenido en asaltante–, irrumpía en su lugar de trabajo junto con un cómplice para llevarse el jugoso botín, dejándole de recuerdo un julepe que seguramente no va a olvidar en su vida y, de yapa, un corte en la cabeza.
Transcurría un día más de trabajo para mí, casi seis meses después de aquellos acontecimientos. Era una siesta de verano de esas en que mis recurrentes divagaciones me sumergen en la improductividad, extendiendo más de lo deseado mi jornada laboral.
Sentía una tensión entre el deber y el placer, pero el impulso por detenerme en profundizar sobre lo fascinante de esa historia y postergar un ratito la noticia de los 33 casos de dengue confirmados fue más fuerte. Valía la pena, sobre todo para un tipo tosco como yo, al que los manantiales de la inspiración literaria no le fluyen con demasiada frecuencia.
Todo empezó porque "Coqui", compañero de batallas contra las secuelas del menemato en los albores del siglo, y con quien nos reencontramos en el periodismo unos cuantos años después, había escrito “Zapara” en lugar de “Zapata”: la calle donde Britez y compañía habían perpetrado el atraco. Y lo digo limpio de toda vocación gorrera. ¡Si habré cometido errores mucho peores que ése!
A veces, en la vorágine –y más en esta era de los correctores extinguidos–, un fallo de tipeo se le pasa a cualquiera. Mientras él se puso al hombro, ese fin de semana, la web del medio donde trabajamos juntos, yo me terminaba de recuperar del pedo del viernes, así que no era quien para andar juzgando.
Hasta le agradezco el yerro, porque si no hubiese metido el dedo en la “R” en vez de la “T”, se me hubiera pasado por alto la noticia y no tendría el regocijo que me genera escribir al respecto en este momento. Y sí, para qué mentir, me interesé en la nota porque entré a hacer esa corrección y, también, gracias a que Gonza me juró: “Está buena la historia esa” y, sin proponérselo, me indujo a su lectura.
"Sí, sí, la nota del dengue, ya la termino", me dije a mí mismo, mientras se me hacía cada vez más adictiva e incontrolable la necesidad de poner en una pantalla o un papel las anécdotas y conexiones que, vertiginosass, se atropellaban en mi mente a reisgo de perderse en el olvido.
Y terminé: “Hay 33 casos confirmados de dengue”, chanté el título. Armé todo e hice el último click en “publicar”. Hasta flasheé con la idea de que se me pasara inadvertido un error y entráramos en una paradoja de relatos surrealistas conectados por fallas de precisión con el teclado. Pero era demasiado, sólo otro de mis delirios.
Me deshice de la nota y pude sentirme más liberado para seguir escribiendo sin culpa sobre el derrotero delictivo de Britez.
Días atrás –o mejor dicho noches atrás– charlábamos con el "Beli" sobre cómo, últimamente, tantas cosas nos transportan a los ’90. A riesgo de irme por las ramas, abro paréntesis para decir que fue justo la noche del pedo del que necesité recuperarme, mientras "Coqui" le metía duro y parejo al laburo para que después cayera este fulano a ponerse quisquilloso con el tipeo.
La cuestión es que, en estos días en que tantas cosas nos llevan tres décadas para atrás –privatizaciones, patillas, presidentes con cabelleras exuberantes, reformas del Estado y músicas de antaño que insisten con volver– se cruzaron frente a mis ojos las palabras "Brítez", "exjugador", "Huracán" que, combinadas, dieron un sacudón a mi cabeza.
La relación fue inmediata y vino a mi mente esa figurita.
Tengo buena memoria para pocas cosas pero, de esas pocas, hay algunas que recuerdo con lujo de detalles: Ramón Sebastián Brítez, lo tenía en el álbum del torneo Clausura ’92, año en que Boca volvió a dar la vuelta después de 11 años, de la mano del "maestro" Tabárez Eso –aclaro– fue después, en el Apertura '92, que por esas cosas raras e inexplicables que tiene el fútbol argentino se jugaba en la segunda mitad del año; apertura al cerrar el año, clausura al abrirlo; tampoco es que el "Chiqui" Tapia es un disruptivo.
¿¡Cómo no recordar algunos nombres!? “El mono” Navarro Montoya, “el colorado” Mac Allister, “chiche” Soñora, Giunta, el “Beto” Márcico, el paraguayo Cabañas, el “chino” Tapia, el “trapito” Carranza y el ignoto Claudio Benetti, al que pocos conocían hasta que metió ese gol del título que casi hace venir abajo el alambrado.
Las figuritas de la mayoría de esos jugadores, al igual que la de Brítez, estaban pegadas en mi álbum. Todavía lo tengo, por ahí, en algún lugar, entre la casa de mis viejos y la mía; a lo mejor en “la pieza del despelote”.
Yo era un gurí –en septiembre cumpliría 11–, y ese mundo me atrapaba. Ya había llenado el álbum del ’90, hecho locuras por conseguir las que faltaran de Mundo insólito y, un par de años después, llenaría el del mundial USA ’94; ése en el que al Diego le cortaron las piernas.
Por esa época, yo jugaba al fútbol en la categoría 1981, de las divisiones infantiles del Club Atlético Paraná, sin demasiadas virtudes, admito. Toda referencia a aquél álbum es inescindible, en mi memoria, de un viaje a Córdoba con ese equipo, en 1992, para participar de un torneo. Ahí andábamos casi todos, con las figuritas y el álbum a cuestas, de acá para allá, antes y después de los partidos, a ver si conseguíamos alguna de esas que nos faltaban. Tal vez ahí lo conseguí a Britez, que tampoco era muy codiciado, pero era un obstáculo más para llegar al álbum lleno.
Cuando muchos años después –casi una década, ya estando "de vuelta"– apareció en Patronato, los recuerdos se activaron como si el tiempo no hubiese pasado, y como si hubiese tenido alguna relevancia para mi vida la existencia de Brítez.
Para mí, el tipo siempre fue esa figurita. No me lo puedo imaginar protagonizando un asalto, arma en mano, ni levantando un botín de 30.000 verdes y dos palos de los nuestros, para luego llevar una vida de prófugo. ¡Si estaba en el álbum de figuritas! Tampoco creo en las señales ni en destinos inexorables pero, otra vez, Brítez se escapó del álbum para enrostrarme que nunca se fueron del todo los ‘90.
Publicado en Río Bravo el 9 de enero de 2024
Adrián la pateó para cualquier lado. La pelota levantó vuelo y se zambulló en el montecito que está debajo de la barranca. Todos miramos al Gringo que estaba en el arco. Es ley, el arquero busca la pelota.
"Yo no voy", se atajó el Gringo. Entonces debía ir Adrián. Se ve que nos dio lástima mandarlo solo, porque nos miramos y salimos todos juntos rumbo a la barranca.
"Todos juntos" éramos los cinco que habíamos quedado en el potrero, porque los del otro pasillo aprovecharon para rajarse mientras tironeábamos para definir a quién correspondía regresar la número cinco a la cancha. Era una Tango blanca y negra que el Pato cuidaba mucho. Si hubiera sido la Pulpo del Gringo, capaz que la dejábamos para buscarla al otro día. Pero todavía nos quedaba un poco de tiempo para regresarla y practicar algunos tiros de penal o una cabeceadita entre los que quedábamos.
Gera hizo la punta y descendimos en fila india por la muralla arcillosa, vadeamos algunas montañas de basura deseando que la búsqueda no nos obligue a alejarnos mucho. Después de varios vistazos, ingresamos al montecito por un camino angosto y tupido de cizañas y cardos.
Enseguida vimos el bulto del hombre tirado junto al tronco de un árbol. Después supimos que estaba muerto, pero nuestra primera impresión fue que dormía. Si es por nosotros, que duerma tranquilo, que disfrute sus sueños de alcohol. Seguimos buscando la pelota mientras echábamos algunas miradas furtivas al fulano.
A mí me llamó la atención que no se moviera a pesar del ruido que hacíamos. Adrián, en tanto, se acercó y avisó que la ropa del hombre tenía sangre. El Pato empezó a llamarlo a los gritos, a ver si lo despertaba y el tipo, inmóvil. No mostraba ninguna reacción.
Éramos cinco, nos sobraba coraje. Fuimos acercándonos hasta rodearlo a apenas un paso. No era nadie que conociéramos. Estaba descalzo, tenía un pantalón gris y un pulóver granate, aunque después Gera me discutió que era marrón, pero estoy seguro que era granate. A poca distancia reposaban sus zapatillas, bastante rotas y mugrientas. Las manchas de sangre se veían sobre todo en el pantalón. No era muy viejo como me había parecido al principio, alguien de la edad de mi papá o del hermano mayor de Adrián. Pero no era ni mi papá, ni el hermano de Adrián, por suerte. Tenía los ojos abiertos, como mirando algo que había sobre la copa de los árboles. De cerca la piel me pareció muy pálida.
Lo miré mucho. Sé que para otros pibes de mi edad, la cercanía a un cadáver no era ninguna novedad. No era mi caso. Mamá me hizo llamar la atención sobre el asunto una vez que salió para un velorio y no me dejó acompañarla, porque eso no es para chicos. Aquello se repitió alguna vez más, y desde entonces me poblaba un temor morboso. No perdía la oportunidad de preguntar detalles sobre la ceremonia de los velatorios, si se veía la cara del muerto, si se parecía a alguien durmiendo. Algunos iniciados arrimaban detalles, que la tía tenía bolitas de algodón en la nariz, que al hermano del compañero de catecismo las manos se le veían muy blancas o que al abuelo de otro lo habían velado sobre una mesa. Pero aquella vez teníamos ante nuestros ojos a un hombre muerto sin la escenografía del velorio, casi al natural, sin los trucos del maquillaje, los implementos del ritual y sobre todo, sin ninguna relación que nos genere lástima o tristeza. Así que no le mezquiné ojo. No había ese olor a podrido de los perros o los gatos muertos, por eso pensé que había fallecido hacía pocas horas.
Adrián lo tocó con una vara, pero el hombre no se movió. Lo empujó con más fuerza, y nada. Su inmovilidad nos convenció y lo abandonamos para seguir buscando la Tango. En un momento, Gera se descolgó la honda del cuello y le acertó una pedrada en la rodilla, el impacto sacudió un poco la pierna pero no hubo ninguna reacción por parte del ñato ese. El Gringo le calzó un bochazo en la cadera con el mismo resultado y el valiente de Adrián volvió a acercarse y lo surtió en el abdomen con la vara. Escuché un "¡Tup!", como si fuera un tambor de parche flojo. No sé qué quisimos hacer, pero por unos cuantos segundos lo sacudimos a pedradas, a palazos y el hombre no respondía de ningún modo.
Salimos lentamente del montecito. Atravesamos el pajonal a los saltos, ya sin cuidar de esquivar los cúmulos de basura y trepamos la barranca a toda velocidad. Ya en el campito, nos sentamos todos en el suelo. Ahí vi que el Pato estaba abrazado a la pelota, andá a saber en qué momento la había encontrado. Nos mirábamos en silencio, a nadie se le ocurrió retomar el juego. Al cabo de un rato, cuando recuperamos el ritmo de la respiración, el Gringo dijo "mañana vemos" y nos volvimos, cada uno a su casa. Entendíamos que eso de ver mañana significaba guardar el secreto, no abrir la boca y luego, más serenos resolver juntos qué hacer con el tipo que habíamos dejado bajo los árboles.
Adrián tuvo que ir y abrir la boca. Se mantuvo callado hasta que a la mamá le llamó la atención que no quisiera cenar. Le preguntaron qué le pasaba, le hicieron algunas preguntas y empezó a relatar en cuotas lo que habíamos encontrado, cómo era y hasta lo que habíamos hecho con el difunto cuerpo. Los padres primero no le creyeron, después lo interrogaron mucho, pidieron detalles, plantearon cuestionamientos; más o menos como los pasos que dimos nosotros en el montecito, hasta estar un poco más convencidos.
Al otro día fueron a la comisaría e hicieron una exposición. Adrián, Gera, y el papá de Adrián acompañaron a los policías hasta el monte para indicar el lugar donde habíamos hecho el hallazgo. Ahí ocurrió lo más extraño, porque lo único que encontraron fueron las piedras que le habíamos tirado, muchas. Estaba la vara con que lo sacudimos a palazos y una de las zapatillas del tipo al costado del árbol. Pero el hombre no estaba. Los canas dijeron que iban a seguir investigando, nunca supimos si descubrieron algo o no.
Después de aquello cada uno tuvo sus encuentros con otros cadáveres. Algunos muy queridos y otros con detalles mucho más truculentos. Pocas veces volvimos a comentar lo de esa tarde. A mí todavía me queda la duda de si era realmente un muerto.
Publicado en Río Bravo el 30 de octubre de 2021