El maestro, dirigente sindical, periodista y escritor Claudio Puntel, nacido en Corrientes pero entrerriano desde hace más de 30 años, fue galardonado con el Premio Fray Mocho en la categoría Cuentos. Su libro Yuchán Florecido será editado por la Editorial de Entre Ríos.
Antes de Internet y del acceso masivo a la red de redes, había músicas que eran casi imposibles de conseguir, a menos que tuvieras parientes o amigos en el extranjero o que viajaras fuera de los límites de la Argentina, para el caso de bandas de tierras lejanas que no estaban dentro de la élite a nivel comercial. Algo parecido ocurría dentro del país. Por fuera de los grupos y solistas más conocidos a nivel nacional, el acceso popular a grabaciones "locales" –concepto que comenzó a quedar un tanto difuso con las plataformas digitales de distribución de contenidos sonoros y audiovisuales– el acceso que tenemos hoy en día por fuera de los artistas "de renombre" era impensado.
Pero en Paraná había una opción más al alcance de los hombres y las mujeres comunes y corrientes, como yo: ir a Sultanino. Muchos otros iban a hurgar entre las pilas de libros usados que colmaban su recinto, en algún momento en calle España, a pocos metros del bar Floyd, hoy ocupado por una reconocida cadena estadounidense de comida chatarra.
Yo, a mis 15 o 17 años, buscaba esa música que no se conseguía en otro lado. Y así tuve mi primer disco de Nofx, un grupo de punk rock, norteamericano, que era cosa rara e inconseguible para la mayoría de los jóvenes paranaenses amantes del género en aquellos años '90. También algún que otro disco inédito de Ataque 77, grabaciones de recitales, que en aquél tiempo eran una especie de joya para cualquier rockero.
Pero el hombre que en su documento llevaba el nombre de Rubén Medina no era un simple acopiador y vendedor de libros y discos usados y exóticos, demostraba un especial interés por el arte y, en las antípodas de la lógica del capitalismo salvaje, sabía cuidar a sus clientes a base de una gran empatía. Así, por ejemplo, cuando a alguien no le alcanzaba la plata para comprar un disco, por menos plata podía llevarse la grabación del álbum en cassette. Único.
Más allá de que pasados aquellos años de adolescencia no fui un asiduo visitante de su templo, a fuerza de saciar nuestras necesidades culturales, Sultanino se convirtió en un tipo apreciado por la mayoría de los paranaenses, aún sin llegar a establecer un vínculo personal. Fue y seguirá siendo, sin dudas, un personaje emblemático de la cultura de la capital entrerriana. Por eso, cuando me llegó por whatsapp la publicación anunciando la muerte de Rubén Medina, fue un golpe a la nostalgia. Y la incredulidad se apropió de mí.
Empecé a chequear y recurrí a contactos, amigos, colegas, para saber si en las secciones necrológicas de los dos diarios de papel que aún subsisten en Paraná había alguna confirmación o si, por el contrario, la inexistencia de información me sumergía aún más en la incertidumbre.
Un antecedente –y ese extraño deseo de inmortalidad– me hacía dudar y le daba cierto sentido a mi negación. Ocho años atrás, un colega y amigo intentó entrevistarlo y, al acudir a la que había que sido la última locación conocida del templo, se encontró con la inesperada e impactante noticia de su presunta muerte. Con buen tino, no se conformó con el (¿malintencionado?) anuncio del circunstancial mensajero y decidió verificar la información, en un claro ejemplo de ese ejercicio responsable y profesional del periodismo que es cada vez más difícil de encontrar en medio de tanta fiebre por el clickbait y los contenidos superficiales pero potencialmente virales. El rastreo terminó, después de varias averiguaciones, en una entrevista con el propio Medina.
Ahora, ocho años después, las respuestas que me llegaban alimentaban mi resistencia a creer en la segunda muerte del Sultán: "En el Uno no entró ninguna necrológica", me dijo un amigo. En El Diario, tampoco; nada de nada. Las llamadas al número de teléfono que supo usar un tiempo atrás chocaban con la voz robótica del contestador. Hasta que otro amigo me sugirió consultar en las salas de velatorio y con el primer llamado llegó esa confirmación que no quería escuchar.
— Sí, Rubén Medina estuvo acá. Hoy lo llevaron a las 11.
Dicen que Rubén Medina murió (¡aunque hay tantos Rubén Medina!). Como sea, estoy seguro que a Sultanino le quedan unos cuantos siglos de vida. En miles de libros, discos y revistas desperdigados por toda la ciudad (y no me caben dudas que también por todo el país) el viejo seguirá promoviendo la cultura. ¡Mirá si se va a morir Sultanino!
Publicado en Río Bravo el 25 de enero de 2023
Editoriales independientes de Paraná serán protagonistas de la Feria "Entre Libros". El evento tendrá lugar el viernes próximo en la Plaza Alvear de Paraná, y es organizado por estudiantes de la Tecnicatura en Producción Editorial de la FCEDU de la UNER.
Dialogamos con Julián Villarraza, autor de "Visita Guiada. Fotografías de la Escuela Normal de Paraná", editado recientemente por Editorial Municipal Paraná. El libro incluye también textos poéticos de Rocío Lanfranco. La presentación promete un montaje, narración de anécdotas, ambientación sonora y un brindis.
Desde la Facultad de Humanidades, Artes y Ciencias Sociales (FHAyCS) de la Universidad Autónoma de Entre Ríos (UADER), invitan a estas jornadas sobre literatura entrerriana que se realizarán en Paraná y Concepción del Uruguay entre el 31 de agosto y el 2 de septiembre.
En una apuesta por promover nuevos talentos literarios y ayudar a publicar a autores noveles, la editorial Ana invita a escritores y escritoras que vivan o hayan nacido en Entre Ríos, mayores de 18 años a presentar cuentos, con temática libre, aunque con la única premisa de que se desarrollen en la geografía entrerriana. Seleccionarán 25 obras que serán publicadas en una Antología.
Con más de 30 presentaciones de libros, acompañadas de una diversidad de expresiones artísticas, con autores y autoras de diferentes puntos de la geografía provincial, Entre Ríos se hace presente en la Feria Internacional del Libro, que comenzó el pasado jueves. "Nos llena de orgullo poder abrir el juego a todos, desde aquella persona que juntó su platita y se editó el libro hasta las editoriales independientes y oficiales", dijo a Río Bravo el director de la Editorial de Entre Ríos, Fernando Kosiak.
"Empecé a escribir el día que murió mi viejo", cuenta Ariel Oliveri al ser consultado sobre su oficio y las razones que lo llevaron por ese camino después de muchos años como profesor de Educación Física, su principal fuente de ingresos. Fue justamente la necesidad de contar la historia de vida de su padre, cargada de unos niveles de humanidad y sensibilidad inconmensurables (y también sus contracaras) lo que lo volcó ya decididamente a la literatura. El 23 de marzo de 1976 (fecha que da título al relato que reproducimos), Néstor Oliveri llega del trabajo y le dice a su esposa: "Prepará rápido las cosas y ándate con los chicos a Mar del Plata"...
Adrián la pateó para cualquier lado. La pelota levantó vuelo y se zambulló en el montecito que está debajo de la barranca. Todos miramos al Gringo que estaba en el arco. Es ley, el arquero busca la pelota.
"Yo no voy", se atajó el Gringo. Entonces debía ir Adrián. Se ve que nos dio lástima mandarlo solo, porque nos miramos y salimos todos juntos rumbo a la barranca.
"Todos juntos" éramos los cinco que habíamos quedado en el potrero, porque los del otro pasillo aprovecharon para rajarse mientras tironeábamos para definir a quién correspondía regresar la número cinco a la cancha. Era una Tango blanca y negra que el Pato cuidaba mucho. Si hubiera sido la Pulpo del Gringo, capaz que la dejábamos para buscarla al otro día. Pero todavía nos quedaba un poco de tiempo para regresarla y practicar algunos tiros de penal o una cabeceadita entre los que quedábamos.
Gera hizo la punta y descendimos en fila india por la muralla arcillosa, vadeamos algunas montañas de basura deseando que la búsqueda no nos obligue a alejarnos mucho. Después de varios vistazos, ingresamos al montecito por un camino angosto y tupido de cizañas y cardos.
Enseguida vimos el bulto del hombre tirado junto al tronco de un árbol. Después supimos que estaba muerto, pero nuestra primera impresión fue que dormía. Si es por nosotros, que duerma tranquilo, que disfrute sus sueños de alcohol. Seguimos buscando la pelota mientras echábamos algunas miradas furtivas al fulano.
A mí me llamó la atención que no se moviera a pesar del ruido que hacíamos. Adrián, en tanto, se acercó y avisó que la ropa del hombre tenía sangre. El Pato empezó a llamarlo a los gritos, a ver si lo despertaba y el tipo, inmóvil. No mostraba ninguna reacción.
Éramos cinco, nos sobraba coraje. Fuimos acercándonos hasta rodearlo a apenas un paso. No era nadie que conociéramos. Estaba descalzo, tenía un pantalón gris y un pulóver granate, aunque después Gera me discutió que era marrón, pero estoy seguro que era granate. A poca distancia reposaban sus zapatillas, bastante rotas y mugrientas. Las manchas de sangre se veían sobre todo en el pantalón. No era muy viejo como me había parecido al principio, alguien de la edad de mi papá o del hermano mayor de Adrián. Pero no era ni mi papá, ni el hermano de Adrián, por suerte. Tenía los ojos abiertos, como mirando algo que había sobre la copa de los árboles. De cerca la piel me pareció muy pálida.
Lo miré mucho. Sé que para otros pibes de mi edad, la cercanía a un cadáver no era ninguna novedad. No era mi caso. Mamá me hizo llamar la atención sobre el asunto una vez que salió para un velorio y no me dejó acompañarla, porque eso no es para chicos. Aquello se repitió alguna vez más, y desde entonces me poblaba un temor morboso. No perdía la oportunidad de preguntar detalles sobre la ceremonia de los velatorios, si se veía la cara del muerto, si se parecía a alguien durmiendo. Algunos iniciados arrimaban detalles, que la tía tenía bolitas de algodón en la nariz, que al hermano del compañero de catecismo las manos se le veían muy blancas o que al abuelo de otro lo habían velado sobre una mesa. Pero aquella vez teníamos ante nuestros ojos a un hombre muerto sin la escenografía del velorio, casi al natural, sin los trucos del maquillaje, los implementos del ritual y sobre todo, sin ninguna relación que nos genere lástima o tristeza. Así que no le mezquiné ojo. No había ese olor a podrido de los perros o los gatos muertos, por eso pensé que había fallecido hacía pocas horas.
Adrián lo tocó con una vara, pero el hombre no se movió. Lo empujó con más fuerza, y nada. Su inmovilidad nos convenció y lo abandonamos para seguir buscando la Tango. En un momento, Gera se descolgó la honda del cuello y le acertó una pedrada en la rodilla, el impacto sacudió un poco la pierna pero no hubo ninguna reacción por parte del ñato ese. El Gringo le calzó un bochazo en la cadera con el mismo resultado y el valiente de Adrián volvió a acercarse y lo surtió en el abdomen con la vara. Escuché un "¡Tup!", como si fuera un tambor de parche flojo. No sé qué quisimos hacer, pero por unos cuantos segundos lo sacudimos a pedradas, a palazos y el hombre no respondía de ningún modo.
Salimos lentamente del montecito. Atravesamos el pajonal a los saltos, ya sin cuidar de esquivar los cúmulos de basura y trepamos la barranca a toda velocidad. Ya en el campito, nos sentamos todos en el suelo. Ahí vi que el Pato estaba abrazado a la pelota, andá a saber en qué momento la había encontrado. Nos mirábamos en silencio, a nadie se le ocurrió retomar el juego. Al cabo de un rato, cuando recuperamos el ritmo de la respiración, el Gringo dijo "mañana vemos" y nos volvimos, cada uno a su casa. Entendíamos que eso de ver mañana significaba guardar el secreto, no abrir la boca y luego, más serenos resolver juntos qué hacer con el tipo que habíamos dejado bajo los árboles.
Adrián tuvo que ir y abrir la boca. Se mantuvo callado hasta que a la mamá le llamó la atención que no quisiera cenar. Le preguntaron qué le pasaba, le hicieron algunas preguntas y empezó a relatar en cuotas lo que habíamos encontrado, cómo era y hasta lo que habíamos hecho con el difunto cuerpo. Los padres primero no le creyeron, después lo interrogaron mucho, pidieron detalles, plantearon cuestionamientos; más o menos como los pasos que dimos nosotros en el montecito, hasta estar un poco más convencidos.
Al otro día fueron a la comisaría e hicieron una exposición. Adrián, Gera, y el papá de Adrián acompañaron a los policías hasta el monte para indicar el lugar donde habíamos hecho el hallazgo. Ahí ocurrió lo más extraño, porque lo único que encontraron fueron las piedras que le habíamos tirado, muchas. Estaba la vara con que lo sacudimos a palazos y una de las zapatillas del tipo al costado del árbol. Pero el hombre no estaba. Los canas dijeron que iban a seguir investigando, nunca supimos si descubrieron algo o no.
Después de aquello cada uno tuvo sus encuentros con otros cadáveres. Algunos muy queridos y otros con detalles mucho más truculentos. Pocas veces volvimos a comentar lo de esa tarde. A mí todavía me queda la duda de si era realmente un muerto.
Publicado en Río Bravo el 30 de octubre de 2021
La Editorial Municipal Paraná, el Consejo General de Educación y el Club Patronato lanzaron una convocatoria abierta para niños y niñas de nivel primario que quieran escribir relatos o cuentos de fútbol.