Guada está nerviosa y de malhumor este lunes. Pensaba levantarse tarde porque no tenía que trabajar, pero a la madrugada recibió una llamada desde el hospital avisando que su hijo se había lastimado en una pelea. “Así que no dormí nada”, protesta y mira nerviosa el celular que recibía un mensaje de texto invitándola a recargar su crédito con la ganga de triplicar la cantidad de mensajes acreditados. “Encima, ayer me mojé y me embarré toda, yendo a votar”, se queja y muestra una blusa embarrada. Mientras espera novedades sobre las heridas de su benjamín ya adolescente, se pone a acomodar cosas de la casa. “Me muero de ansiedad y mi cabeza está en el hospital, pero hace rato que le pido que salga de los líos y él no sienta cabeza”; explica que su Miguel a los 17 años ya tiene en su haber “nosécuántas peleas, un choque en la moto, montones de cerveza y encima ya vimos que fuma... ¡andá a saber qué fuma!”.
El domingo Guadalupe votó al Kirchnerismo. “Menos en Paraná, porque corté boleta”, dice riendo. No quiere contar a quién votó para la municipalidad, sólo agrega que es “uno que ni conozco”. Aclara que no está contenta con la aplastante victoria kirchnerista a pesar de haber colocado su boleta en la urna. “No soy de ese palo”, afirma.
Guada nació en Paraná, hace más de 30 años. “Por suerte, no le dejaron a mi viejo, que me quería poner Caá Cupé”, festeja y cuenta que sus padres, paraguayos, eran devotos de la virgen de Caá Cupé y que cuando ella nació, don Lirio marchó al Registro Civil con toda la intención de ponerle a su hija el nombre de la virgen. “Por suerte ya iba bastante ablandado por los parientes que le decían que dónde se ha visto que una criatura llevara ese nombre”; por eso, cuando la empleada que lo atendió “le dijo que no se podían poner nombres extranjeros”, él debió aceptar mansamente y recordó a la virgen mexicana. “Por eso soy Guadalupe”, dice como si estuviera presentándose y manifiesta asombro porque “ahora, hasta Dylan se llaman los gurises”. Queda unos segundos en silencio y menea la cabeza, tal vez piense que es un contrasentido que un par de palabras guaraníes puedan ser consideradas extranjeras en la Argentina.
“A mis treinta y pico tuve que aprender a hacer mezcla, a manejar un cortafierro, a levantar un balde cargado de escombros”, enumera y deja en claro que “por eso no se me va a caer un pedazo”. Ella es una beneficiaria del Plan Argentina Trabaja, “¡y cómo!”, exclama para que quede claro que realmente debe trabajar “por lo menos, para no pasar vergüenza y que no me confundan con ñoqui”. Recuerda que las primeras semanas, debieron pasar horas en una escuela sin hacer nada, “porque ni herramientas, ni materiales teníamos”. Dice que con sus compañeros “nos moríamos de vergüenza de estar al cuete, habiendo tanto por hacer”.
Si tiene que “hablar de política”, de inmediato define que no es “una militante peronista, ni siquiera soy peronista”. Explica que “el menemismo fue el único peronismo que había conocido” y que “por supuesto, menemista jamás fui”. Dice que en realidad, “no sé qué soy. A esta gente que está ahora los conozco muy bien y no me gusta nada lo que hacen, por eso tampoco soy de los K ni de Urribarri.” Cuenta que hacía rato estaba segura de cómo iba a votar y por eso “le mandé tijera y mezclé a unos cuantos que no deben querer estar juntos. Mi voto es hasta el mes que viene, porque después no sabemos”. Deja bien claro que si no votó a Blanca Osuna fue “por diferencias mayores” y que “no fue por rencor, aunque yo fui una que denunció que cuando hacíamos la capacitación del Argentina Trabaja nos suspendían la clase cada dos por tres para ir a los actos de la Blanquita”. Dice que no sólo hizo la denuncia, “sino que tampoco fui a esos actos. Si acá en el barrio nos conocemos todos y sabemos quién entra y quién sale y qué hace cada uno”.
Se ríe con un poco de vergüenza para contar que por lo menos “dos veces al mes comemos pollo, yogures, quesos, carne...” Le pregunto si esas dos veces al mes se deben al cobro de una quincena, pero rápido y con bronca explica que es cuando “el Migue va con el padre a la vereda del supermercado a esperar cuando tiran las cosas vencidas”. Guadalupe putea, pide disculpas por el exabrupto y putea, porque “¿a quien van a joder que con los mil y piquito del plan en esta casa se podría comer carne?”.
Dice que no conoce “todas las últimas noticias”, pero que está al tanto y enumera: “a mí no me van a contar de la inflación, de la falta de trabajo, de lo difícil que es lograr que Miguelito estudie algo, de lo que es ir con una criatura al dispensario y que no tengan ni un jarabe para darle”. Dice que de “todas esas cosas hay conciencia y siempre luché y quiero que haya otro gobierno que haga otras cosas”. Muestra las manos vacías e interroga: “¿y si estos perdían, quién me iba a pagar los 1200?”. Agrega que el plan “no es sólo esa plata que no alcanza para nada, sino que también tenés un recibo de sueldo. Poco, pero es lo que consigo“.
A la Guada le sobra dignidad cuando cuenta que “de la puerta de esta casa saqué carpiendo a varios balines de los políticos oficialistas”. Recuerda que “mucho tuvimos que luchar para conseguir este plan y mucho tuve que aprender”. Mira lejos y asegura que tiene que seguir “luchando y aprendiendo”. Está convencida de que no le debe “nada a nadie”, porque “me lo tengo ganado cada vez que me levanto temprano y me pongo el buzo del plan para ir a trabajar”. Se muerde los labios en un gesto que no se puede descifrar si es sonrisa o mueca de fastidio y dice “yo no sé nada, no puedo ni con el Migue y hay veces que me cuesta levantarme por el dolor en las piernas”, pero a pesar de todo eso “estoy más arriba que ellos”. Cuando dice ‘ellos’ gira la mirada en un arco muy amplio que no se ve pero está claro que se encuentra al nivel del piso. “¿Sabés cuánto más alto estoy? Como ocho metros más alto que ellos”. Lo dice seria, uno cree que hay alguna broma en la exactitud de la medida y podría quedar sin entender hasta que Guadalupe aclara que es “la altura del andamio donde pasé dos semanas colgada pintando el cielorraso del SUM de la escuela que estamos reparando”.
Con dudas le pregunté sobre la crisis y dice que no sabe si está “preparada para enfrentarla, seguro que sí porque ya estuvimos varias veces en la calle”. No necesita aclarar que ‘calle’ para ella significa la intemperie y el desamparo a la vez que “la lucha y la pelea con la gente”.
Conversamos mucho con Guadalupe, en algunos momentos se sumó Rafael, su marido, que pasaba, entraba y salía. Hablamos de la inflación, de las empresas que suspenden personal, de los comercios que de un día para el otro cierran la puerta, de las luchas de los indignados en todo el mundo y del paco que crece en el barrio y los tiene preocupados “por el Migue, que no sabemos porque no habla nada”. Dice que por eso, “nunca. ni un solo día, dejamos de estar en la calle”. Reconoce que su lucha a veces es individual “porque suelo cortarme sola” y otras veces es “con los demás” y que “con los demás es más lindo y te sentís mas fuerte”, pero Rafael señala que “a veces se cansa y se encierra, pero ni ahí te va a faltar al trabajo”.
Me despedí de la Guada y su familia, me alejé caminando por la subida de una calle con nombre de pueblo indio. Antes de doblar la esquina, bajo un cielo cruzado de cables con zapatillas colgadas, me di vuelta para saludar una vez más, en la vereda sólo quedaba Rafael que me gritó: “nos estamos viendo, compañero”.
Publicado por RIO BRAVO el 27 de octubre de 2011