Las imágenes de la cuarentena exhiben escenas de solidaridad, de represión, y de xenofobia, entre otras. Permiten observar esa otra grieta social de la que poco se dice pero que nos sigue dividiendo. Una grieta que nos atraviesa la cabeza poniendo de un lado el desprecio por los que menos tienen y por el otro a los que entienden que la clave está en ser solidarios porque “nadie se salva solo”.
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Muestran en televisión al ejército dando comida a familias en la Matanza. La cola de las mujeres con tuppers se prolonga en el descampado. Los hombres en traje de combate cargan con cucharones un guiso de fideos y verduras. Lo hacen ataviados de barbijos y guantes. El vapor de la comida se eleva en el aire y se pierde. Un niño les entrega dos dibujos hechos con fibras de colores en dos hojas A4. Se trata de un helicóptero y un tanque.
¿Sabrá ese niño que a las clases populares el ejército las persiguió durante la dictadura?
¿Sabrá ese soldado que fueron miles los niños como este que ahora le entrega los dibujos que durante la dictadura, su ejército los arrancó de sus padres y les asignó una nueva identidad?
Lo saben. La democracia lo ha enseñado. Ni este es el mismo ejército ni ese es el mismo soldado. Lo saben ellos, los sabemos nosotros y lo saben Alfredo Astiz y Miguel Etchecolatz que lo miran desde el penal donde pagan por ser responsables de crímenes de lesa humanidad. Desde ahí lo miran porque les acaban de negar la excarcelación que solicitaron por el coronavirus.
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En 1871 la fiebre amarilla asoló la ciudad de Buenos Aires. Un tercio de su población se condenó a un exilio interno o externo escapando de una muerte segura. Las cifras oficiales de decesos en aquel periodo señalan 14.000 pero hay otros que hablan de 17.500. Para una población que por entonces no superaban los 200 mil habitantes, las cifras son escalofriantes. El origen de la enfermedad hay que buscarlo entre los soldados que regresaban del Paraguay, de la masacre del pueblo paraguayo durante la guerra de la Triple Alianza. Más precisamente en los barcos donde el mosquito Aedes aegypti era el vector de transmisión. Esto lo expuso diez años más tarde el doctor Carlos Finlay, en un congreso médico en La Habana.
Pero las primeras reacciones frente a la enfermedad no fueron impulsadas por reflexiones científicas sino por la xenofobia más descarnada. Se acusó a la comunidad italiana de ser responsables del contagio y se los expulsó de los conventillos e inquilinatos donde vivían hacinados. Fueron sacados a empujones por las fuerzas del orden, sus pertenencias arrojadas a la calle y el lugar desinfectado. Muchos fueron deportados. Esos que bebían aguas de aljibes contaminados o del riachuelo donde iban a parar los desechos de los saladeros. Esos que convivían en calles que se anegaban y donde flotaban los cadáveres porque habían sido enterrados al ras. Esos, finalmente, que vivían hacinados con aguas servidas exhibiendo condiciones insalubres. Esos fueron los señalados como responsables de la epidemia. Y contra ellos fueron.
Funcionarios de las primeras líneas del gobierno de Alberto Fernández han manifestado preocupación por las reacciones sociales frente a posibles casos de discriminación en los barrios populares. Para ser más precisos, están pensando qué ocurrirá cuando en los barrios populares cuyas condiciones de hacinamiento no tienen nada que envidiar a la de aquellos integrantes de inquilinatos y conventillos, llegue el Coronavirus. Lo están pensando con la historia en la mano, de aquello que ocurrió hace 150 años pero también con el presente. Con las reacciones de aquellos que piensan que el mal en la Argentina está en el Estado grande que da de comer a los choriplaneros.
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Las redes sociales se han colmado con la cuarentena. Entre los múltiples mensajes que circulan, hay muchos que se regodean con la violencia hacia los jóvenes de clases populares. Mientras que el gobierno dice que el enemigo es invisible, por eso hay que hacer cuarentena, hay sectores que han identificado al enemigo. Con el manual de la xenofobia lo han identificado. El problema para ellos son los barrios populares donde no se respeta la cuarentena. Esos barrios donde no hay agua potable, donde viven hacinados, donde no tienen garantizada la comida diaria y donde conviven con aguas servidas.
Como esos son los culpables, festejan cuando la policía insulta a unos jóvenes que salieron a caminar juntos, o cuando maltratan a un delivery que está trabajando con indumentaria de trabajo y papeles de trabajo, o cuando aleccionan a unos pibes haciéndoles hacer saltos ranas como si estuvieran en la colimba. Festejan que se aleccionen a los jóvenes de clases populares, cuyo futuro y presente les fue arrancado desde antes de nacer por fuerza y obra del Mercado y del Estado cómplice. Festejan que se los castigue porque son los que sobran en esta sociedad.
La “doctrina Chocobar” tiene tantos adeptos porque da vía libre a estas ideas. En manos del gobierno de Mauricio Macri permitía castigar a esos que sobran, con la impunidad de eliminarlos. Hoy quienes la siguen reclamando, exigen que el Estado resuelva los sobrantes del Mercado y calme las ansiedades para habitar “un país tranquilo”. Por eso es necesario adoctrinar a los jóvenes de clases populares que no cumplen con la cuarentena. La “doctrina Chocobar” está en sus cabezas, no tiene fuerza de ley; tiene la potencia del deseo.
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Una enfermera de Mendoza acaba de recibir una noticia sorprendente. La dueña de la casa donde vive (y a quien conoce solo por Whatsapp) le acaba de anunciar que no le cobrará los próximos 2 meses de alquiler. Se lo comunicó por teléfono, cuando la inquilina le dijo que en ese momento no podía atenderla porque estaba de guardia. “¿De qué trabajás?” “Soy enfermera”. Eso fue suficiente, dijo la dueña del departamento. “Sentía que algo tenía que hacer por los que tantos hacen por nosotros. Vivo en Buenos Aires y soy paciente de riesgo. Los vecinos del edificio me hacen las compras para que no salga”. Algo tenía que hacer, repitió en la radio donde le hicieron el reportaje. Ahora la enfermera está buscando el modo de replicar el favor con otro. “Tenemos que armar cadenas de favores. La enfermedad nos está enseñando a ser más solidarios”.